Sentado, sangra. Pican y en gran forma. Recuerda el último
rostro, un pedófilo de cincuenta y siete años, rechoncho.
Pica se rasca de vez en cuando, recuerda mirarse al espejo y
someterse a mirarse. Lo llevo engañado
con una beldad de doce años, Rocío. Lo abandonó en el caserón de la
colina, al que nunca iba nadie.
La luz, (lo blanco, lo único puro) el último vestigio humano que atesora no
perder y que de a poco se desvanece. Recuerda la primera vez que sintió la luz
de esta manera, terminaba de coserlos.
La primera
gota de sangre en su boca. El ritual que acompañaba la cacería y desmenuzamiento de la víctima de
ocasión. En un diario local había sido nombrado como el hijo no reconocido de
“Jack, el destripador” su debilidad por los riñones le había ameritado tal
título.
Sentado en
la cocina, se balanceaba en la silla, reconstruía la cara de Francis en la luz
matutina, le llegaba desde la ventana del patio, estaba sentado junto a la
ventana mirando su más reciente herida, sangraba su mano derecha, reconocía
hasta el grupo sanguíneo de los de su
estirpe. Sonreía demencialmente.
Lo sabe, su
memoria estuvo fallando en las tres semanas anteriores, no recuerda pequeñas
cosas, ayer chocó con la pared de pasillo al querer entrar al baño.
Baja al
sótano. Recordaba, cada trasto que había visto allí. Volvía a la noche del hilo
y la aguja. Su ira, su dolor, sus ojos, la manera de traicionarse, la sangre
cubriendo al fin sus ojos, su rostro, su cuerpo. El color rojo. Detestaba la
imagen del sol ese mismo color al sentir el calor diurno, su propia mancha,
indeleble. Eterna.
Su memoria era alivio. La duna del ensueño, el espacio en
blanco, un desierto entre la vigilia y el sueño. Olores, matices del color
verde, sonidos de una noche fría. Desaparece, se le escapa. Se empieza a hundir
sin ella. Camina por arenas movedizas.
Abre el
baúl, encuentra el libro, suda, ríe bajito. Sabe va a doler y lo va a
disfrutar, cumple con lo pactado. Arde
en sus manos y de nuevo todo rojo infierno, grita y goza gritando. Afuera
Francis lo escucha, mira la sangre gotear y traga un poco con saliva.
Empieza a transformarse en anaranjado, amarillo y blanco.
Ama ese color desde la primera vez, su palacio de marfil. Su mentira. Su
olvido.
Sale del sótano, dos sombras gigantescas lo
siguen de cerca, gruñen parecen dos gorilas, son torpes y muy lentos pero lo
siguen y le obedecerán.
Su noche
comienza.
Se detiene y las sombras abren una puerta en la suya e
ingresan. Respira pesadamente, sus ojos comienzan a sangrar y recita, susurra
una dirección, debe buscar el tambor, en la noche cantará a la luna roja, el
dragón lunar debe nacer en los próximos siete días.
Lleva en la
mano una página del libro, Francis afuera ya terminó el círculo, lo espera.